Cualquiera que haya recorrido los Montes Universales, aventurándose a penetrar mucho más allá de las visitas a la imponente ciudad de Albarracín, habrá podido disfrutar de un paisaje sorprendente.
Hectáreas y hectáreas de pobladísimos pinares y extensas praderas que ocupan todo el territorio de los términos de los pueblos más elevados de la sierra. En estas alturas siempre ha prevalecido la ganadería sobre cualquier otra actividad humana y los ganados de ovejas y vacas trashumantes han supuesto la mayor riqueza de la comarca En concurso con esta realidad, prosperaron desde muy antiguo estructuras administrativas peculiares: la Mesta de Ciudad y Comunidad de Albarracín, el Monte de las Lanas y la propia Comunidad de Albarracín. En este territorio, el más occidental de la actual provincia de Teruel, integrado por veintitrés localidades, los ganados merineros eran base de una protoindustria capaz de generar una producción textil de gran calidad y cantidad, tejidos que junto a la lana en bruto, eran exportados desde la Edad Media a países como Italia o Francia. La lana de los rebaños de nuestra sierra era, según Ignacio de Asso, la mejor de todo Aragón, por la gran pureza de la raza merina y la calidad de los pastos. El pastoreo se ha mantenido desde entonces con mayor o menor pujanza, según circunstancias históricas de cada momento, pero siempre ha sido la base de la economía serrana.
Florencio Romero, nuestro querido Tío Flores, tallando con su navaja. Fotografía CULTURALCAMPO, 1989.
Cada otoño, allá por Todos los Santos, aparece en los telediarios la misma noticia: la marcha de los pastores trashumantes con sus rebaños hacia los extremos de invernada. Se trata de un acontecimiento que llama la atención de muchas personas, que no entienden cómo puede mantenerse en los albores del siglo XXI una forma de explotación ganadera tan arcaica. En un momento en el que la ganadería se ha “racionalizado”, en granjas de gran dimensión, microclimatizadas e informatizadas, atiborradas de animales estabulados, ¿cómo es posible la pervivencia de los pastores? En realidad, pastores puros quedan pocos. Vemos algunos desde los coches, apacentando sus ovejas por cualquier paisaje, pero sueltan cada vez por menos tiempo sus rebaños, al mantenerlos semiestabulados. El pastoreo queda así reducido a unas pocas horas de actividad al día. Sin embargo, en algunas comarcas, todavía subsisten pastores de los de antes. Cada día se levantan a las cinco de la mañana y vuelven a su casa otra vez de noche. Si el tiempo viene bueno y los animales sestean tienen unas horas a medio día para volver al pueblo, pero el resto del día lo pasan en el monte. Es difícil encontrar un oficio tan ligado a la naturaleza. Los trashumantes presumen de gozar de dos primaveras al año: la del invierno andaluz, levantino o manchego, cuando verdean los campos meridionales por las recientes lluvias otoñales y la primavera serrana de junio y julio.
Horas y horas de contemplación de los diferentes meteoros, acumuladas en siglos y siglos de saber popular han dado lugar a una etnometeorología digna de ser estudiada. Los pastores andariegos, buscaron todo tipo de explicaciones de los diferentes enigmas y mucho antes de que apareciera la historia natural clasificaron animales y plantas en su propia taxonomía. La constante preocupación por la salud del ganado, fue creando un sinfín de remedios contra sus enfermedades, basados en analogías, emulaciones o simpatías con la propia naturaleza. Todo este saber ancestral, que los etnógrafos llaman patrimonio cultural inmaterial es tan diverso y rico que no podía caer en el olvido. El Museo de la Trashumancia surgió como respuesta a la necesidad de investigar, preservar y divulgar esta herencia.